Si hay una región vinícola en Castilla y León en las que los vinos claretes adquieren su sentido en la actualidad es la Denominación de Origen Cigales. La reacción a la frase ‘ponme un clarete’ en la provincia es sinónimo de que el camarero sirva ‘ipso facto’ un rosado de esta zona.

En Ribera del Duero, mucho antes de que se constituyera como Denominación de Origen en 1982,  no era común encontrar un majuelo con una sola variedad, como ocurre en la actualidad de manera generalizada.

La Tempranillo o Tinta Fina era la variedad predominante pero estaba a su vez acompañada de otras tintas, como la Garnacha o la Bobal (aquí llamada Valenciana), y la uva blanca Albillo, muy en boca en estos últimos años.

Tiempos atrás, la uva y el vino formaban parte de la alimentación diaria de centenares de familias. Durante la vendimia, las bayas servían para alimentar a los viticultores y el vino para saciar la sed de todos los que trabajaban en el campo. Vinos de poco color, como consecuencia del rico y variado mosaico de variedades que formaban los viñedos, y con poco grado alcohólico, pues la vendimia se realizaba en fechas mucho más tempranas que las actuales y los rendimientos eran mayores, pues no era común la costumbre de aclarear racimos y reducir los rendimientos, por lo que las maduraciones alcanzadas en las bayas eran inferiores a lo que hoy en día estamos habituados.

Evidentemente tampoco existían los avances enológicos de los que disponemos en la actualidad. Las decisiones de vendimia respondían a cuestiones como si la baya estaba dulce o, en el mejor de los casos, si la pepita era de color marrón o verde… También a aspectos tan sencillos y poco ortodoxos como cuándo estaba libre la familia para recoger la uva de un majuelo o lo que indicaba el calendario cultural. En Ribera del Duero lo normal era vendimiar el Día del Pilar (12 de octubre), festivo nacional y por tanto un día en el que las familias podían juntarse para llevar a cabo la vendimia.

Una vez que los cestos cargados con uva llegaban a los lagares, el procedimiento era igualmente tradicional. No existían los depósitos de acero inoxidable y mucho menos había interés en descubrir qué aromas o sabores distintos expresaban los mostos y vinos procedentes de las diversas parcelas, con su variabilidad de uvas y sus diferencias de suelos u orientación.

Vinificación de uvas blancas y tintas juntas

Las uvas, blancas y tintas, de cualesquiera variedades, se vinificaban todas juntas. El método habitual era pisar los racimos con los pies, recoger el mosto escurrido y, después, introducir el líquido resultante, junto con la materia sólida de la uva estrujada, en barricas de roble o lagares de adobe. ¿Qué tipos de madera? Lo tradicional era el castaño, antes de que llegaran los barriles de roble.

Tampoco se usaban levaduras comerciales. En los viñedos, donde no se empleaban productos de síntesis químicas, existía una población suficiente de micro-organismos para que la fermentación alcohólica de desarrollara por sí sola. Por lo tanto, los vinos quedaban a expensas del buen hacer y la intuición de los vinateros y las bondades climatológicas de las añadas.

El resultado de estas prácticas culturales eran vinos de poco grado, ya que no había ningún tipo de control sobre al grado alcohólico probable en el viñedo, y escaso color, como consecuencia de las breves maceraciones y el empleo de un porcentaje importante de variedades blancas, principalmente el Albillo, aún presente en la mayor parte de los viñedos viejos de la Ribera del  Duero, pero también otras como Pirulés o la Palomino. Ni tintos, ni blancos, ni los rosados color ‘gominola’ a los que estamos acostumbrados; sino vinos tintos de capa baja y con una cierta ‘chispa’ debido al CO2 derivado de esa ‘maceración carbónica’, resultado de la fermentación con parte de la uva casi entera.

Los claretes de la Ribera del Duero se siguen elaborando, aunque en mucha menor medida, sobre todo para autoconsumo. ¡Y desde Bodegas Comenge los reivindicamos como parte de nuestra cultura vinícola!