La altitud siempre ha sido uno de esos factores silenciosos que marcan el carácter de un vino, sin grandes alardes, pero dejando huella en cada sorbo. En Bodegas Comenge lo sabemos bien. Cultivar la vid en altura no es solo una elección agronómica, es una declaración de principios. Significa apostar por una viticultura más exigente, más respetuosa con el entorno y profundamente conectada con el alma de la Ribera del Duero.
La altitud como aliada del terroir
En la Ribera del Duero, hablar de altitud es hablar de singularidad. La Denominación de Origen se extiende a lo largo del río Duero, abarcando una amplia franja de terreno que se eleva desde los 750 hasta los 1.000 metros sobre el nivel del mar. Esta amplitud de cotas hace que cada parcela, cada orientación y cada brisa influyan directamente en la forma en que la vid crece y madura.
En altura, la amplitud térmica entre el día y la noche es mucho mayor. Durante el día, el sol calienta los suelos y activa la fotosíntesis; por la noche, las temperaturas descienden considerablemente, lo que ralentiza la maduración y favorece una mayor concentración de aromas, acidez y frescura natural. Esta diferencia térmica ayuda a conservar la integridad de la uva y permite vendimias más escalonadas y precisas.
Pero no es solo una cuestión de temperatura. El suelo también cambia con la altitud. En las cotas más altas encontramos suelos más pobres, con mayor presencia de caliza y gravas, lo que obliga a la vid a profundizar sus raíces en busca de agua y nutrientes. Ese esfuerzo se traduce en uvas más complejas y vinos más expresivos.
Comenge: viñedos entre cielo y tierra
En Bodegas Comenge cultivamos nuestras vides entre los 780 y los 900 metros de altitud, en las laderas y páramos en los términos de Curiel de Duero y Canalejas de Peñafiel, un entorno privilegiado que nos ofrece una diversidad de microclimas y suelos difícil de igualar. Este es el punto de partida de todo lo que hacemos. Aquí nace la identidad de nuestros vinos.
La altitud en nuestros viñedos no solo se traduce en temperaturas más frescas y una maduración más lenta, sino también en una menor presión de enfermedades fúngicas. Gracias a las brisas constantes y al drenaje natural del terreno, podemos trabajar con prácticas ecológicas y biodinámicas sin comprometer la sanidad del viñedo.
Esto nos permite intervenir lo menos posible y dejar que la naturaleza se exprese en cada racimo. A menor rendimiento, mayor intensidad. Y en altura, el rendimiento de la vid baja de forma natural, concentrando toda su energía en menos racimos, que acaban ofreciendo un perfil aromático más puro y definido.
Vinos con nervio, frescura y elegancia
Los vinos que nacen de viñedos de altura tienen algo especial. Quienes los conocen saben que hay una tensión interna, una energía contenida que se libera en boca con elegancia. En Comenge, esa frescura natural y esa acidez equilibrada se convierten en una especie de columna vertebral que sostiene todo el vino, desde los más jóvenes hasta los de guarda.
Nuestros tintos, por ejemplo, se caracterizan por una fruta muy limpia, viva, con notas florales y especiadas que solo se consiguen cuando la maduración es lenta y completa. La crianza en barrica actúa como una aliada, no como protagonista: los vinos ya vienen marcados por su origen, y la madera simplemente acompaña, redondea, integra.
La altitud también nos permite alargar el ciclo vegetativo y recoger la uva en el momento justo, sin prisas, cuando la piel está perfectamente formada y los taninos se presentan sedosos. Es entonces cuando la uva expresa todo su potencial y se convierte en vino con alma, capaz de evolucionar con gracia en la botella y sorprender incluso años después.
Un compromiso con la autenticidad
En un mundo cada vez más uniforme, la altitud representa una forma de resistencia. Nos aleja de las modas y nos acerca a lo esencial: al respeto por la tierra, al trabajo bien hecho, a la honestidad de un vino que habla de su origen. En Bodegas Comenge, la altitud no es una casualidad. Es un principio rector.
Nuestros vinos no solo reflejan el paisaje que los rodea, sino también una forma de entender la viticultura como un diálogo constante con el entorno. La altura nos exige estar atentos, adaptarnos, aprender cada año. Pero también nos recompensa con vinos llenos de carácter, de energía, de vida.
Y eso, al final, es lo que queremos compartir contigo: no solo una copa de vino, sino una historia de altura contada desde el corazón de la Ribera del Duero.
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