Elegir un vino para armonizar un almuerzo o cena, regalar, compartir o disfrutar en solitario, siempre va unido a una experiencia o varias. Consumir vino implica socializar y va mucho más allá del hedonismo, de identificar el bien con el placer, especialmente sensorial e inmediato.
Existen diferentes consumidores y, con ellos, diferentes comportamientos a la hora de elegir un vino y de tomarlo: por conocimientos, por la experiencia, por el contexto, por el gusto, por el estado emocional y hasta por la etiqueta.
Pero también se le designa un componente experiencial: por qué se compra, para quién, para qué… unido a la elección del tipo de vino por origen, gustos, precio, armonías, recuerdo, aromas, sabores, estética de la botella y etiqueta, conocimientos…
Todo esto nos lleva a dividir esa experiencia en varias dimensiones (emocional, cognitiva y afectiva), que se valoran en diferente medida en función de la cultura vitivinícola y de la frecuencia con la que se consume vino.
La dimensión emocional
La experiencia del consumo del vino es similar a la apreciación de otras formas de arte, como la música; porque ya se ha demostrado que el vino provoca experiencias sensoriales: un vino se cata por los sentidos (vista, olfato y gusto).
Al igual que no es preciso ser compositor o tocar un instrumento para disfrutar de la música, tampoco lo es para disfrutar de un vino.
Esta dimensión tiene muchos puntos en común con la afectiva, desde el momento en que el vino se relaciona con el contexto social, con socializar, con compartir… Muchas personas no conciben el consumo de vino si no es en compañía de amigos o familia, para celebrar o para catar y aprender en pequeños grupos.
Otros, sin embargo, encuentran el placer en la tranquilidad de una copa de vino, un libro, música… Pero en ambos casos, como sinónimo de relajación, paz, satisfacción y felicidad.
Un aspecto, el emocional, que es común a todos los consumidores del vino. Los menos implicados quizás solo valoren si el vino les gusta o no, y en qué momento y con quién lo está disfrutando.
Los más expertos, viven este mundo con pasión, una emoción que, en este tipo de consumidor, va muy ligada a la dimensión cognitiva.
La dimensión cognitiva
El vino es cultura, historia y tradición; de una zona, de una familia, de un país.
El consumidor de vino, sea cual sea su nivel, tiene un claro interés por adquirir o ampliar sus conocimientos sobre todo lo que rodea al sector vitivinícola.
Van archivando aromas y sabores, distinguiendo variedades de uvas, localizando por el origen… Sin olvidar que cada vino tiene una historia detrás, de una familia, una forma de elaborar, del terroir… que permiten, con el tiempo y mucha práctica, reconocer la calidad de un vino teniendo en cuenta muchos aspectos y dejando a un lado su precio.
Una dimensión que puede abrumar a los más novatos, pero muy positiva en los consumidores de mayor implicación.
La dimensión afectiva
El carácter social del vino se manifiesta también en esta dimensión, donde juega un papel importante el ritual de servir y beber vino, lo que le confiere un valor afectivo a la experiencia.
Pero aquí entra de nuevo la parte sensorial, compartida con la emocional, parte del protocolo de cata.
El consumo de vino es el medio para conseguir el fin: nada más lejos que satisfacer una necesidad placentera, haciendo que llegue a ser estimulante y agradable.
¿Existen más dimensiones?
Existen tantas esferas como reacciones provoque el consumo del vino. Entre la mayoría de ellas apenas existe una línea que las diferencie y todas aportan más o menos, en función de otros factores extrínsecos: el conocimiento, el entorno, el estado anímico, el contexto, la compañía, la estación del año, el lugar…
Porque no es lo mismo beber un vino en casa que en un restaurante, donde un sumiller te habla de todo lo que te va a ofrecer esa botella en cuanto sea descorchada.
Pero más diferente es, aún, poderla beber en las instalaciones de la bodega donde se ha elaborado, donde esa historia que está detrás de cada cosecha, se personifica. Donde conoces de primera mano el sentir de ese viticultor, enólogo o bodeguero por conseguir un producto que les identifique de principio a fin y que tú lo percibas en cada nota.
Esta dimensión podría ser emocional, afectiva y cognitiva a la vez, hacia esa historia y esas personas que elaboran el vino; pero también podría ser empática, geográfica, histórica…
Quizás estos factores sean más valorados por expertos o personas con mayor implicación en el consumo de vino. Sin embargo, cada vez crece más el interés por este mundo y quienes se inician y las variadas ofertas de enoturismo, ayudan a despertar esas emociones presentes en todas y cada una de estas dimensiones.
En definitiva, la experiencia de consumir vino es de otra multidimensión.
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